Periodista
Íbamos en vacaciones. Mis hermanos me tomaban de la mano y con voz solemne me decían: ¡Hoy vamos a ir al museo!
Alguna vez fuimos en gira obligada de la escuela y allí en filas de a dos, contemplábamos absortos los impresionantes pabellones donde las joyas labradas en oro nos hablaban de antiguas raíces que también corrían por nuestras venas.
Uno entra al Museo Nacional y parece que las paredes respiran y hablan.
Se hace un silencio muy parecido al de las iglesias, pero distinto al de las bibliotecas.
Cuando se pasa por sus corredores ventilados y ajenos al ruido forastero de la ciudad, cuando hay tiempo para mirar al tiempo y aprender del él, cuando se tiene la oportunidad de apreciar los vestigios de lo que queda de la gente, de las épocas y de la historia, se siente uno como lo que es: un eslabón en una cadena infinita, un grano de arena en la inmensidad.
Cuando me llevaron por primera vez al Cuartel, lo que más me impresionó fueron los balazos todavía impresos en sus muros de revueltas pasadas.
Yo nunca había visto la huella de una bala.
Pero no solo las balas dejan rastro, también los próceres y los humildes anónimos, las grandes damas y las silenciosas aborígenes con sus metates de piedra y sus vasijas terracotas.
El Museo Nacional cumplió 125 años y atesora lo que fuimos, lo que quisimos ser y nos alienta a no perdernos entre cifras, informes y brújulas rotas.
Vaya, lleve a sus hijos y disfrute de un viaje fantástico por la historia de su patria que es mi patria y la de todos.