Tibás.- Víctor Bolívar observa uno de los arcos del estadio morado y reflexiona: “Hace nueve años trabajaba en un arrozal y hoy soy el portero de Saprissa”.
Una sonrisa de satisfacción se dibuja en su cara como señal inequívoca del buen momento que atraviesa.
A sus 27 años de edad, el titular de la portería morada tiene un anecdotario digno de ser encuadernado. Inclusive, ya empezó a escribir su propio libro.
“Mi vida no ha sido fácil, llegar hasta acá me ha costado mucho”, dice el guardavallas de 1.78 metros de estatura, admirador del costarricense Keilor Navas y del mexicano Guillermo “Memo” Ochoa.
A solas con Al Día, Bolívar desgrana su vida desde los arrozales de su Cañas natal hasta convertirse en el centinela de la “Cueva” morada.
Hijo de cocinera y pintor
“Vengo de un hogar muy humilde en Cañas,Guanacaste. Mi papá pinta casas y mi madre trabaja de cocinera en un restaurante. A ellos les debo todo lo que soy”, enfatiza.
De hecho se hizo portero por la influencia de su papá, quien lo entrenó de pequeño. No olvida que para una Navidad le regaló sus primeros guantes, un buzo y una camiseta de manga larga.
Su amorío con la “S” empezó en su época juvenil cuando entró a las divisiones menores; aunque su estadía no tuvo momentos memorables, según reconoce. “Vivía en la casa club que tenía Saprissa. Ahí compartía con Gilberto Martínez, Juan Bautista Esquivel, Marvin Calvo y otros. En aquella época ganaba ¢25.000 al mes, pero casi nunca nos pagaban porque el equipo estaba en crisis. La prioridad era la Primera División.
“Entre todos recogíamos plata para comprar comida, pasábamos a puro arroz con salchichón. Y de fresco, agua con azúcar”.
Eran tiempos duros y venían más. Aquella estadía se cortó por una fractura en la cadera que lo sacó del fútbol durante dos años.
A raíz de ello, regresó a la pampa como salió, con las manos vacías. “Por la lesión, quise dejar el fútbol. Lo cambié por el ciclismo, pero no pude. Ese deporte es muy duro”, relata.
Ya recuperado, jugó en canchas abiertas y le pagaban ¢40.000 por partido. En el camino encontró un trabajo en una cosechadora de arroz. “Ese fue el día más triste para mí. No sabía a lo que iba. Me recogieron a las cinco de la mañana, pañuelo en el cuello y camisa de manga larga. Cuando llegué a la finca, vi un montón de carros bonitos y pensé que me pondrían a manejar uno.
Cuando me dí cuenta estaba arriba de una cosechadora con una pala. ¡Viera qué calor, qué picazón, duré una semana. No volví y le dije al señor que me llevó que ni me pagara”!
Luego consiguió un cupo en el extinto Municipal Liberia donde debutó en Primera División y fue seleccionado Sub-23 en los Juegos Olímpicos, Atenas 2004.
Volvió a San José para integrarse al Brujas donde estuvo relegado a la suplencia.
El vaivén lo llevó a la Segunda División donde jugó para Guanacasteca y Barrio México hasta aterrizar de nuevo en Saprissa en enero pasado.
Ahí vive una realidad muy distinta a la que experimentó en tiempos pasados.
“Ser el portero de Saprissa te marca. Aquí la presión es tremenda. Pararse en el marco ante 23.000 personas no es fácil”, dice.
Meses atrás, como jugador del “Barrio” en la calle era uno más. Hoy, los ojos de la afición lo ven distinto.
“Uno sale a la calle y te identifican. Salgo a comer y no te cobran, te hacen descuentos. Hay que tener mucho cuidado porque son distractores y si no lo sabes manejar, te pueden afectar”.
Bolívar dice que tiene los pies en el suelo y pone la mirada en un objetivo máximo a corto plazo. “Saprissa es un sentimiento como dice la canción. Yo quiero salir campeón. Vine a aportar y no a ser uno más”.
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