Editor
En Heredia nadie debería morirse del corazón ni del hígado; al menos no los seguidores del cuadro rojiamarillo, cuyo aguante ya debería transmitirse genéticamente de generación en generación.
Soportan todo. Se entusiasman, se convencen, creen en su equipo, lo ven perder, se desilusionan, se duelen a morir. Pero aguantan. Casi odian, luego perdonan, olvidan de a poquitos y terminan siempre (y siempre es siempre) ilusionados otra vez.
No tienen aún el título 22, inscrito en la desatinada camiseta puesta en venta a media semana, que lejos de aumentar el entusiasmo tan solo despertó el fantasma de los sueños frustrados, de los festejos prematuros (perdonen a Sotela, sabe poco de eso; no ha sufrido como muchos heredianos cada desazón. Incluso estaba en el bando contrario en una no muy lejana final).
Ustedes, heredianos de cepa, admiten (y en el fondo temen) aún no tener el título 22, pero desde ya son campeones de las frustraciones soportadas. Porque ser liguista o saprissista dede ser fácil, pero herediano no es cualquiera.
Ni siquiera los seguidores de Cartaginés les dan pelea. Los brumosos, por historia, ya saben que su equipo no está destinado al festejo. Con apenas tres títulos -el último 71 años atrás- casi tienen por tradición quedarse en el intento.
Los florenses, en cambio, incluso los jóvenes que nunca han celebrado o de muy niños no entendían tanto alboroto con banderas rojiamarillas, han crecido escuchando en boca de abuelos, tíos y padres, historias de héroes, títulos, años dorados, en los que el Club Sport Herediano (como se le decía antes, con nombre y apellidos; no esa pendejada de “Team”), nunca dejaba pasar muchas temporadas sin alzar el trofeo.
Hoy, tras 18 años sin festejo, volverán a vibrar. Mi asombro sincero. Son campeones.
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