Periodista.
La noticia de la partida de Steve Jobs nos dejó atónitos, como todas sus innovaciones.
Un hombre que dividió la historia en un antes y un después. Moderno Prometeo que se atrevió a robar el fuego de los dioses para calentar e iluminar a los simple mortales.
Un visionario que se dio permiso de imaginar sin límites y a punta de trabajo y genialidades, buenas ideas y de práctica, de pruebas y errores, impuso un estilo de vida, nos hizo amigos de la tecnología y nos cambió la forma de ver el mundo para siempre.
Bin Laden también lo cambió todo, pero a partir del miedo. Jobs lo hizo con la alegría, entusiasmo y disciplina, porque la ciencia está en canalizar la ocurrencia en un método.
A Jobs hay que aprenderle mucho: su filosofía, su forma de desarrollar artefactos, negocios y empresas, su apariencia inofensiva de ser humano común, cuando en realidad era genio con piel de hombre.
Hay otra gran lección. Una contundente y escueta: la muerte no tiene iPhone. No tiene oídos para un iPod y aunque el iPad es muy versátil, todavía se necesitan dos manos para manejarla y ella no puede soltar su guadaña.
Jobs, a pesar de sus millones, no pudo comprar un minuto más. Nadie puede. La muerte nos iguala. Nos lleva sin preguntas, sin razones, sin respuestas.
Esa es la ley y por eso a la vida hay que sorberla como una naranja madura.
Cada segundo real cuenta y aunque las redes sociales rebosen de mensajes para el Jobs virtual, el de carne y hueso se fue para siempre a venderle a Dios la idea de que se debe modernizar.
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