Periodista
No es Día del Maestro, ni del estudiante, ni de la escuela, pero vaya esta columna para todos ellos.
Esta semana tuve la oportunidad y el privilegio de visitar varios centros educativos y entre ellos algunos que albergan escolares en condiciones de riesgo, de zonas urbanas marginales y de escasos recursos, no solo en sus casas, sino en las propias instituciones.
Allí fui testigo de docentes, personal administrativo y niños que hacen un esfuerzo inmenso para ahuyentar las dificultades y encarar la tarea de enseñar y aprender con una mística, que renueva las fuerzas y las ganas de enrollarse las mangas y sacar adelante al país.
Sigue siendo la escuela el semillero de oportunidades para miles de menores que solo allí pueden ser los niños que realmente son, pues fuera de ella, deben asistir al trabajo, a la pobreza, al hambre y a la violencia a una cita obligada e inmerecida.
Muchos parecen adultos. Serios, inexpresivos, con un dejo de preocupación temprana en caritas que deberían sonreír ligeras del peso de llevar pan a la mesa o de cuidar a los más pequeños de la casa. Los maestros con las únicas herramientas de sus manos, trabajan como abejas. Lo harían mejor con más recursos, buenas aulas, becas y más presupuesto, pero no se detienen a que el sueño se cumpla. Prefieren pelear con los molinos con una tiza y un puntero en la mano, antes de dejarse vencer por la desesperanza.
Mis respetos a todos ellos, por creer y hacer posible un milagro cotidiano y maravilloso, que hace mucho más que enseñar a leer y a escribir. Dibuja esperanza donde parece que no la hay.