En la fiesta de la Trinidad que hoy celebramos quizá enfrentemos dificultad al pensar que Dios sea tres y a la vez “uno”. Pero debemos partir de la certeza de que Dios es “diferente”, muy diferente a todo, sobre todo a nosotros. Paradójicamente, a pesar de esa diferencia hay que recordar que nosotros fuimos creados a su imagen y semejanza, y que nuestra esperanza está en dejarnos transformar por Él según el modelo que nos propone. Ese modelo es Cristo.
El Hijo de Dios puso sobre la mesa algo que los hebreos no sabían: que Dios es también la comunidad del Padre y el Hijo que, unidos en el dialogo de amor que es el Espíritu, forman esa Trinidad santa. En Cristo supimos también que Dios, que vivía la plena comunión de las personas, creaba por amor el mundo material, para que nosotros disfrutáramos de su intimidad. Vivimos su amor, un amor exigente, que nos estimula a ser mejores, un amor que es gratis.
Eso nos hace proponernos como tarea aprender a amar sin condiciones, respetando
al amado, estimulando su perfección, porque en la perfección del otro es donde aprendemos a realizarnos. Igual que hizo Dios, que en Cristo nos crea por un deseo muy libre y suyo de comunicar su amor. Hoy la liturgia nos propone esto abundantemente. Nos recuerda, por boca de Moisés, cómo Dios se mostró siempre cercano y amoroso al ser humano, como su amigo incondicional y capaz de perdonar siempre. También sabremos cómo Dios nos dio a su Hijo que, nacido de mujer y bajo la ley, inmerso en nuestra pequeñez, nos rescataría de la muerte y nos hacía hijos de su mismo Padre. Para colmo, que nos daría su Espíritu para que nos vaya guiando a su amor.
No nos extrañe que esa certeza se transforme en misión: debemos anunciar ese amor con que Dios nos ama y hacerlo sirviendo, perdonando, abrazando, corrigiendo con respeto, acompañando al hermano.
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