A lo lejos, los techos de paja y algunas chimeneas, de donde salen tímidas columnas de humo entre azulado y blanco, dejan claro que nos acercamos a un pueblo rural “a salvo” de la vorágine de la civilización.
Son una veintena de ranchos y casas de construcción sencilla, la mayoría de madera, levantadas sobre pilotes también de madera, como si temieran una repentina inundación. En la parte alta, los cuartos y la cocina con su inconfundible olor a leña quemada.
Abajo, en piso de tierra, se acumulan desde cuchillos hasta botas de hule, además de hachas y troncos traídos de la montaña. Hay racimos de plátanos y banano junto a restos de mazorcas que picotean, ansiosas, desde gallinas hasta patos y chompipes.
Es el pueblo de Yorkín, población indígena al que es posible llegar desde Bambú de Telire, luego de hora y 20 minutos en un bote o tras dos horas a pie por una trocha que serpentea junto a los ríos Telire y luego el Yorkín.
Aquí el tiempo parece detenerse, pero hay sorpresas que solo la tecnología podrá explicar. No hay electricidad, pero la señal de celular es muy buena y en algunos sectores es posible accesar Internet.
Aquí viven de la siembra de plátanos, bananos, maíz y frijoles. Aquí producen arroz y algunas hortalizas.
A diferencia de otros pueblos indígenas, hay un kínder con una decena de niños, una escuela a donde acuden unos 35 menores y hasta un colegio en el que estudian otros 20 muchachos.
Un pueblo alegre bulle en la montaña.
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