Con una pequeña incisión en la arteria femoral de la pierna izquierda, por donde aplicará formalina con una bomba al vacío, el tecnólogo en autopsias y maquillista de muertos José Acuña Luna comienza el proceso de embellecer a su tercer cliente del día.
Con solemnidad y respeto, este hombre oriundo de Golfito – dueño de una funeraria desde hace mes y medio– sacó sus herramientas de trabajo y dio un nuevo rostro a un fallecido... aunque sea por 72 horas. Ese tiempo es suficiente para que los dolientes cumplan con las exequias. Antes de entregarlo, le roció perfume y luego cerró el ataúd.
Mientras, en Cariblanco de Vara Blanca, a más de 30 metros de altura, un grupo de linieros del ICE trabajaba el viernes pasado en lo que serán torres de alta tensión, aferrados a la vida gracias a un arnés, un cinturón reforzado y en ocasiones, alguna plegaria que no está demás.
Ese día trabajaban en una torre de 30 metros del altura catalogada como “normal”. En ocasiones les toca escalar otras que rondan los 105 metros, con la sorpresa de que pueden toparse con el viento en su contra.
En el zoológico Simón Bolívar, en barrio Amón de San José, César Zárate Quesada se prepara, como todos los días, para darle de comer su ración de ocho kilos de carne o pollo al león Kivú y su compañera Kariva, bajo estrictas medidas de seguridad. Un descuido podría costarle la vida.
Estos son tres casos de personas que se ganan la vida en oficios considerados como poco convencionales, pero que para ellos están cargados de sentimiento, emoción y adrenalina.
Quizá mientras usted lee estas líneas Acuña prepara a algún ser querido que partió, ya que su trabajo de “embellecedor de muertos”, como él dice, no tiene hora de salida ni entrada, por lo que a veces casi no logra ni dormir.
Prohibido sufrir de vértigo
Para los linieros Víctor Ríos, Efrén Torres, Salomé Vargas y Elías Artavia, el convivir por casi cuatro horas juntos en las alturas ha creado un vínculo de amistad y apoyo. Sus vidas penden de un hilo, pese a que siempre cumplen con todo un protocolo de seguridad que les toma 15 minutos.
Su equipo de protección diario, que tiene un peso de tres kilos, consta de una cuerda retractable de seguridad, un casco y un cinturón similar al de “Batman”, donde guardan todo lo que ocupan para no tener que descender.
“Subimos de 8 a.m. a mediodía, siempre y cuando no llueva. En invierno no se sube a las torres, ya que existe el riesgo de un rayo. Arriba, las manos de uno son como la vida”, afirmó Elías Artavia Vargas, de 47 años, quien labora como liniero desde hace 13 años. Agregó que llevan año y dos meses de laborar en Cariblanco, pero en ocasiones recorren el país, dependiendo de donde los ocupen.
El también liniero Mauricio Méndez recordó una anécdota ocurrida en Tilarán.
Mientras pedaleaba en una especie de cajón para cable, a 30 metros de altura, se vio aquejado por una necesidad fisiológica.
Ante la urgencia y sin tiempo para un descenso, desde lo alto se libró del problema.
Las torres son instaladas en ocasiones en lugares recónditos.
Los linieros más antiguos se formaron de manera empírica, pero desde hace tres años el ICE formó una escuela de capacitación. Coincidieron que al inicio lo que más duele son las manos, debido a que las usan para sostener cable.
Para ellos y todos los trabajadores, ¡feliz día!
El embellecedor de muertos
Para el tecnólogo en autopsias José Acuña, de 45 años, el hecho de que los cuerpos que maquilla se vean bonitos es lo más importante, además de la tranquilidad que pueda brindar a los dolientes en su duelo.
Recordó que ha tenido que maquillar hasta 12 cuerpos en un día, aunque no tiene noción de cuántos ha atendido desde 1990, cuando se graduó como especialista en autopsias y disección en la Universidad de Costa Rica (UCR).
De una caja plástica escalonada, similar a las de herramientas, saca varios pinceles, encrespador y hasta rasuradoras con el único fin de darle aspecto más estético. En promedio dura entre 30 y 45 minutos antes de cerrar el féretro por última vez en su funeraria Paz, cerca del hospital Blanco Cervantes.
Entre sus anécdotas recuerda la vez que le tocó embalsamar un cuerpo que tuvo como destino final Telaviv, Israel, hace un año, debido al trabajo de conservación que aplicó en esa oportunidad.
Otro caso fue cuando tuvo que hacerle bigote a un señor, quien era amante de su frondoso mostacho, pero lo perdió mientras estaba internado. Con su cabello de atrás le hizo un bigote, lo que generó satisfacción entre los hijos. “Para mí sigue siendo una persona; simplemente dejó de respirar, pero con todos sus atributos y respetos. Como católico que soy, les guardo todo el culto y cariño”, afirmó.
Asegura que si fuera casado no se podría dedicar a su oficio, ya que viaja con frecuencia a cualquier parte del país.
Dijo que se apega a la creencia de ubicar siempre el cuerpo con los pies hacia adelante, ya que se supone va caminando hacia Dios, como al igual lo hace un sacerdote; de lo contrario no daría la misa, aseguró. Se catalogó como un amante de la música Silvio Rodríguez, de La Liga y el Barcelona. Sutura muy bien con carrucha de nylon y una aguja pequeña.
“Son de gran respeto”
Un descuido a la hora de manipular una jaula de seguridad podría acabar con la vida de César Zárate, el encargado de cuidar y dar de comer a los dos leones y serpientes del zoológico Simón Bolívar.
Aseguró, de manera enfática, que los leones no son de confianza, sino de respeto. “Hay que manipular muy bien los portones y fijarse que los candados estén bien cerrados. Saben que a las 2 p.m. llega la comida y tanto el león Kivu como Kariva se ponen ansiosos”, afirmó Zárate.
Otro aspecto que los enoja es que les echen agua de manera directa, en especial si están durante las 20 horas en promedio que duermen. Durante la hora que dura limpiando las jaulas, Zárate encierra a los leones en una jaula secundaria, dos horas antes de llevarles su ración diaria ocho kilos de carne o pollo.
En el caso de las serpientes, a diario debe verificar que esté la cascabel de dos metros, así como las corales y una bocaracá de un metro, para limpiar los ventanales y depositarles de comer un ratón de laboratorio que por semana que reproducen en el Bolívar.
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