El III domingo de Pascua reafirma la presencia Cristo en la Iglesia. Hoy se alude en parte a la eucaristía celebrada en Iglesia, plena experiencia de Cristo entre nosotros.
Los discípulos de Emaús volvieron a Jerusalén, para contar a los apóstoles lo sucedido y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Terminan su narración y Jesús se presenta en medio de ellos coronando los acontecimientos de aquel día singular.
El Resucitado se acompaña del regalo de la paz a los suyos. Y les pruebas que realmente es él mostrándoles las llagas. “No soy un fantasma”, les dice. “Los fantasmas no tienen carne ni huesos”.
La aparición provoca en todos una gran alegría, aunque algunos todavía dudan. Jesús para confirmar la materialidad que todavía comparte con ellos, aunque ahora esté glorificada, les pide de comer. Le dan un trozo de pescado asado, que el come delante de ellos.
Pero quizá lo más importante no sea que le reconozcan. Lo urgente es que logren conectar su muerte y resurrección con los anuncios que él mismo les hiciera mientras caminaban hacia Jerusalén. Es esencial que entiendan que sobre Él se cumplía lo escrito “en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Jesús les abre la inteligencia, penetrar y comprender las Escrituras.
Tras asumir la verdad, ellos deben aceptar una tarea urgente: ser testigos y misioneros, ir al mundo entero a anunciar el Evangelio, la buena noticia de Jesucristo muerto y resucitado, contar a todos que el Dios hecho carne, que asumiera nuestra condición pecadora, la clavó en la cruz y resucitándola luego, y alcanzándonos el perdón definitivo de Dios y la vida nueva.
Esta es la gran noticia del reino: Dios nos ama y perdona nuestras culpas. Nosotros, como Iglesia, debemos aceptar a Jesucristo. Tal y como Él lo dijo a sus apóstoles, nos lo dice hoy a nosotros: “Ustedes son testigos de todo esto”. Vayamos, pues, a anunciar el reino, el amor de Dios a la humanidad.