Editor
El triunfo no siempre es fácil de distinguir. Fácil es notar la victoria del Barcelona, la de Alberto Contador, la de Djokovic y hasta la más casera de la Liga en el campeonato nacional.
Basta echar un vistazo al marcador o al periódico. Otras victorias, sin embargo, se esconden. Hay triunfo al vencer el ego. Recuerdo aquella de Mauricio Montero, cuando en sus años de jugador, derrotado por Saprissa en la final, dio la cara y se colgó la medalla, como muchos no hacen ausentándose de premiaciones por orgullo o dolor. Quien fuera tan ganador que hasta cuando pierde gana.
Hoy se equivocó la Unafut, sin reconocimiento para liguista alguno, pero los manudos, justos campeones, con Montero entre el cuerpo técnico, dejaron ir la ocasión de una victoria mejor: presentarse con hidalguía, seguros de ser los mejores.
En un mundo que muchos parten en dos –éxito y fracaso, blanco y negro, ricos y pobres– hay derrotas que son hazañas ignoradas.
Los más de 7.000 metros de Gineth Soto en su esfuerzo por alcanzar la cumbre del Everest, donde muchos desfallecen, tiemblan, respiran con dificultad, se congelan, pierden dedos o la vida, son más que un segundo intento fallido. Quien fuera tan “perdedor” como ella.
Las pequeñas victorias, dignas de festejar, están en lo simple, en el reencuentro con la pelota, la piscina, la raqueta, la bicicleta o las tenis que esperaban pacientes.
Hay un triunfo en las sensaciones recuperadas, en las ganas de un paso más, en el disfrute del pensamiento, el sentimiento que se convierte en sudor. Quien fuera tan ganador para encontrar victorias entre pecho y espalda, tan ganador como vos (permítame quitarle el usted, al menos en este párrafo, a quien sienta que le pertenece).