La transfiguración es un hecho insólito, atestiguado por los cuatro evangelistas. Los apóstoles pudieron apreciar por un instante la gloria de Dios que habitaba en Jesús y que se revelaría por fin en la resurrección. Fue como raspar un vidrio pintado de negro, la luz entró a raudales.
Cristo transfigurado muestra lo que seremos un día si vivimos según su modelo, si nos consagramos a la voluntad del Padre. El Transfigurado anuncia al ser humano glorificado, asumido por la gloria de Dios en Cristo, cuando nuestra carne mortal sea transformada.
Jesús está en la montaña con sus amigos y allí se transparentó. Pedro, Santiago y Juan tuvieron el privilegio de contemplarlo.
Y ellos supieron que no tenían solo un arrebato místico debido a la oración en que estaban. Aquello fue algo más.
Ese “algo más” les fue atestiguado. Los apóstoles sabían que la ley mosaica exigía por lo menos dos testigos para certificar un hecho. Y tuvieron esos testigos. Dos personas, ni más ni menos que Moisés, supremo legislador de Israel; y Elías, el más grande de los profetas del Antiguo Testamento. Ellos vinieron a afirmar la grandeza de Jesús, su señorío, su mesianismo.
“¡Qué bien estamos aquí!, hagamos tres carpas”, es la reacción espontánea de Pedro. Todos preferiríamos la contemplación de Dios a la vida ordinaria. Pero la visión era promesa a futuro y supone primero la cruz. No es tiempo de visiones beatíficas, sino para la misión, para el anuncio de Jesucristo a los otros, para acercarlos a él y que reflejen su gloria. Por ello el Padre de los Cielos le responde: “No, Pedro, este no es otro profeta más, “…este es mi hijo muy querido, escúchenlo”. Solo para que no haya errores.
La transfiguración nos pone frente a tres realidades: que Jesús es el Hijo de Dios, que le debemos escuchar siempre y que si lo oímos e imitamos, un día seremos glorificados con él. Actuemos de acuerdo a estas premisas.