Periodista
Después del puente de Manolo’s nos tragó el lobo.
La oscuridad era absoluta. De no haber sido por los focos, el carro hubiera pedido un lazarillo para no tropezar con la nada.
En la intersección hacia El Coyol, una luz enceguecedora (que seguro estaba allí para protegernos) nos hizo bajar la velocidad pues quedamos literalmente sin visión.
Sobrevivimos al aeropuerto, pidiéndole a San Cristóbal, que entre campanas y conos de plástico ya opacos y nunca reflectivos, no fuéramos a dar a la cuneta, al carril contrario o al carro que venía de frente tan desorientado como el nuestro.
Al llegar al Juan Santamaría, ¡Sorpresa! Desvío por Río Segundo por reparaciones y ahí la suerte estuvo echada: escombros, más oscuridad, calles anchas donde no se sabía si ibas o venías o angostas sin señales de nada.
A duras penas llegamos a Heredia donde casi -como Juan Pablo II cuando vino hace 29 años- besamos el suelo agradecidos de salir con vida de aquella temeraria ruta donde, si de día es peligrosa y transitada, de noche es profunda y oscura como canta Serrat en “Mediterráneo”.
Ni siquiera me voy a detener en preguntar de quién es la responsabilidad. Ese camino sí me lo sé: se pasarán la pelota unos a otros como en una mejenga; me sacarán el recorte con la noticia de que ya empezaron a señalizar; los de un lado dirán que sí hicieron su trabajo y que la culpa es de los otros y más.
Las dos calcomanías en el parabrisas, una indicando marchamo y otra Riteve, de pronto me parecieron absurdas. Ahora llevo un foco, un palo y un perro en el jeep.