Cuando la portera de la selección femenina costarricense cometió el garrafal error de recibir mal una devolución de su compañera y permitir un gol de Canadá en el torneo preolímpico, en realidad el fallo de la muchacha representaba mucho más que un 5 a 0.
Ese tanto significaba la abismal diferencia entre un equipo y otro, entre un modelo y otro, entre una forma de pensar y otra. Observar a la chica poner el pie en el aire y que la bola siguiera mansamente rumbo a la red fotografió mucho más que un yerro infantil de técnica y concepto.
Todo en ese encuentro nos gritaba a la cara que entre ese balompié y el nuestro hay demasiadas millas de distancia. La forma de correr, la contundencia de la marca, la velocidad de la mente y cuerpo, la agilidad y el dominio de la pelota… ¡nada que hacer ante rivales de esa preparación y solvencia!
No es un argumento conformista ni mediocre, es la simple realidad.
El fútbol femenino en Estados Unidos y Canadá está a años luz del ”tico”, entendiendo por tico ese deporte de retazos económicos y administrativos, de inspiraciones (en el peor sentido de la palabra), de improvisación, manejos extraños y ruines, bajadas de piso y todo el catálogo de mezquindades que sabemos.
A las muchachas las mandan a la guerra y en la inmensidad del campo de batalla deambulan como luciérnagas en la oscuridad… demasiado negro el manto para alumbrarlo con sus lucecitas.
La imagen de la portera dejando pasar la bola debe ser vergüenza no para ella (víctima, al fin), sino para los dirigentes.
Ellos, con sus memeces y desvaríos, sus egoísmos y necesidades, son quienes impiden un adecuado programa a largo plazo que enseñe y promueva un fútbol femenino
moderno.
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