Sábado 25 de agosto.
Sobre algún lugar del Atlántico, sepa Dios dónde, el vuelo IB 6313 me lleva de regreso a casa.
Atrás quedan Madrid, Barcelona (con clásico español incluido), Venecia, Verona y Zeminiana (un pueblito italiano olvidado por Dios, según decía medio en broma, medio en serio, quien fuera nuestro anfitrión), París y Londres.
Lejanos me parecen ahora los Olímpicos, el doblete de Bolt, la semifinal Federer-Del Potro en Wimbledon, el épico triatlón de Leonardo Chacón…
Después de un mes y dos días fuera de Costa Rica, por trabajo y vacaciones, da gusto volver.
Aunque sin mal de patria, me place el reencuentro con la cama, la familia, los perros, el clima (aún mi caliente Alajuela, es más acogedora que el sofocante verano europeo).
¿Y el fútbol nacional?
La verdad, no, aunque en el fondo (¡no se lo diga a nadie!) me agrada llegar a tiempo para el clásico (¡así de irónico!)
Estaremos a tiempo: al fin me devolverán las horas que me robaron en la ida.
Con salida del aeropuerto de Barajas a las 12:05 p.m., la llegada al aeropuerto Juan Santamaría está prevista para las 3 p.m.
Mi trasero sabe que fue un viaje de once horas, pero el reloj no.
Estaremos más que listos para el pitazo inicial.
No veré esta vez a Cristiano Ronaldo ni a ‘Lio’ Messi, pero alcanzará con atrevimiento, las ganas y las intensiones de ir al frente; con orden y medida, sí, no hay de otra, pero sin pendejadas, al final mal bautizadas “juego táctico”.
Aún me falta medio “charco” por cruzar (a nuestro fútbol también), pero me bastará con que Saprissa y la Liga se acuerden del fútbol.
¡Y que los perros se acuerden de mí!