Salí a correr y me encontré con Dios.
Era una mañana de domingo, caliente, de calles semivacías, propicia para un buen rato de carrera, cuando me propuse escribir esta columna.
Mi Credo es no creer en la mano divina en el deporte, sin explicarme qué haría el Todo Poderoso cuando a la hora de un penal, por ejemplo, el portero le rece con tanto fervor como el francotirador, pero debo admitir que aquella mañana fue a Él a quien vi.
Estaba al otro lado del puente, con la ropa sucia y rasgada, el pelo largo, enredado, buscando comida entre unas bolsas de basura. Escudriñaba una rápidamente.
Recordé que llevaba dos jugos de frutas, destinados a ser mi gloria y salvación cuando después de una hora de trote, en aquel calor, estuviera dispuesto a dar “mi reino por un vaso de agua”.
Él levantó la cabeza, me miró a los ojos (juro que eran los ojos de Dios) y sonrió sin decir palabra. Gracias –añadió-. Un gracias tan sincero como pocas veces he escuchado.
Seguí mi carrera, satisfecho, hasta que casi una hora después, ya cansado, noté que media cuadra adelante vagaba un joven drogadicto, especialista en pedir la moneda que siempre le falta para comer. Sediento y a unos cinco kilómetros de mi regreso a casa, me sorprendió mi poca voluntad para desprenderme del medio jugo que me quedaba. Deseé que no mirara, que dejara pasar. Ni siquiera me alzó a ver. Entonces descubrí que aquel no era Dios, era yo en mi condición humana.
Usted dirá que me puse filosófico, pero el otro día César Lizano, nuestro maratonista olímpico, me confesó que antes de cada competencia suele escuchar la canción: Ayer te vi. Al parecer, no soy el único que en un día de carrera se encontró con Dios.
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