Era más fácil antes, cuando los malos eran malos y los buenos eran buenos. Uno sabía quién era quién. O al menos creía saberlo.
Sentado en las gradas del estadio, muy cerca de la barra brava, por momentos no sé quién fuma mecha, quién roba, quién solo baila, quién es “compita” buena nota, quién es maleante o simple mortal.
No sé si son tan inofensivas como parecen las muchachitas que saltan, bailan y cantan en la parte baja del graderío, irreconocibles como integrantes de la barra si me las topara lejos del estadio.
No sé quién es más peligroso, el tipo descamisado que en los hombros de un “brother” agita su mano al viento, llevando el ritmo de la canción o el policía que de pronto, sin motivo aparente, pasa batiendo el bastón como hélice de avión, en actitud de quítese o le doy, para alejar de la malla a los hasta entonces pacíficos fanáticos (incluyendo a las muchachitas).
No sé quién pone la calma, si el oficial que conversa con un fanático, el que saca a otro aplicándole una llave al cuello o la mujer policía que tararea una canción de la barra.
El medio tiempo me sorprende con algunas dudas y ganas de comer. Busco detrás de las gradas la ruta a los puestos de comida, pero el portón está cerrado con puñado de aficionados esperando. Por el frente tampoco hay paso: la seguridad privada lo impide, por seguridad de los demás, supongo. Me siento acorralado y seguro a la vez, por momentos más lo uno que lo otro.
El segundo tiempo inicia y a falta de problemas, el coro canta un estribillo que aunque no entiendo del todo, va dedicado al policía. Le sugiere lo que hace su mujer cuando él va al estadio joder. Entonces de nuevo hasta las blancas palomas me parecen provocadoras. Y me siento como Shakespeare en el estadio: ser o no ser, he ahí el dilema.
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