Corrí y corrí, subí gradas, bajé, esquivé enfermeras, mineros, policías, me acomodé el salveque, tomé unas cuantas fotos... Seguí corriendo. ¡Viví!
Me habían dado las 8:11 p.m. en el Centro de Prensa del Parque Olímpico, cuando en la pantalla del frente, el vuelo de cinco aviones de guerra humeando los colores de la bandera británica advirtió que no había tiempo para más. Casi de inmediato los escuché sobre nuestras cabezas y un par de segundos después -de nuevo en la pantalla de televisión- se estaban luciendo sobre el estadio. La fiesta iba a iniciar.
Cargué el maletín con la computadora, un par de cámaras y eché correr. Sin conocer el camino exacto, en un Parque Olímpico de 246 hectáreas (3,4 veces el parque La Sabana), pero lleno de instalaciones, pasos restringidos, sedes deportivas separadas para natación, baloncesto, polo acuático, balonmano... tan solo seguí el rastro de otros reporteros que sin duda llevaban el mismo destino.
Pasé a unos, di alcance a otros, deteniéndome tan solo en los puestos de control.
Rebasé un par de enfermeras, que poco después fueron cinco... diez... un puñado... 20 o más. ¡Cientos! Vestidas de celeste y blanco, un camino de ellas rumbo al gran estadio que aparecía a lo lejos. Entusiastas, sonrientes, señoras y señoritas, todas con la cura para el estrés, avanzaban sin prisa. Unas se detenían a tomarse fotos. Otras repasaban alguno que otro paso de la coreografía. Pronto estaba entre ellas. Un tumulto de enfermeras, que solo perdieron la sonrisa cuando a 100 metros de la meta un simulacro de lluvia (el primero desde que estamos en Londres) amenazó con correrles el maquillaje. Entonces también corrieron, intentando protegerse con bolsas plásticas, de un aguacero que no fue.
Por fin en el estadio (22 minutos después del vuelo de los aviones) busqué mi lugar en los graderíos. El espectáculo estaba iniciando, cuando pensé en una foto de la delegación tica, posiblemente en algún lugar bajo las gradas, al que posiblemente no me dejarían llegar. Bajé unos cuantos pisos, pasé una puerta, pasé otra y de repente estaba en las entrañas del espectáculo, los túneles que dan al escenario central. Cientos de gente disfrazada, fundidores llenos de tizne, niños en pijamas, monstruos y mis amigas las enfermeras esperaban con ansias el momento de entrar a escena. Unos grababan con sus celulares, otros ensayaban ballet, algunos brincaban cual calentamiento deportivo, aplaudían a quienes volvían sudorosos de su presentación, esperaban el turno. Me perdí entre ellos y cuando alguien me advirtió que aquel no era mi lugar ya había terminado mi carrera en “El País de las Maravillas”.
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