Editor
La noche oscura, húmeda por las lluvias de una tarde que partió, la calle solitaria dibuja la silueta de un joven, de lento andar, negándose a hacerlo por la acera. Chancletas, pantalones cortos, camiseta, el pelo mojado, algo busca, aunque quizás no sabe qué.
-¡Antonio! -exclama al toparnos-. Y aunque el primer vistazo no me alcanza para reconocerlo, con su ayuda pronto identifico al que unos 22 años atrás fuera compañero de mejengas y campamentos en aquel grupo de jóvenes.
Hoy, algunas veces acampa en unas gradas de su barrio. Otras noches las pasa vagando. En ocasiones, cuando por días le gana el duelo a su reciente adicción a las drogas, su madre lo recibe con los brazos abiertos -según confiesa rápidamente-. Un “¡qué vergüenza!”, acompaña en cada pausa su relato, extendido por un buen rato, primero en la acera, luego en un restaurante cercano donde repasamos viejos tiempos y nos ponemos al tanto de los nuevos.
Lleva una chancleta rota, amarrada con un cabo de mecate, pero su andar apesadumbrado se lo debe más a la vida que está perdiendo.
Lúcido, inteligente, consciente, se promete no darse por vencido. Por momentos, se siente elegido (no dudo que le sea), para echarse el partido al hombro, ganarlo y ayudar a otros que como él han caído.
Viste una camiseta azul, con el logo de la Fedefutbol en el pecho y está al tanto de las últimas noticias deportivas. El periódico aún le sirve para más que calentarse y de prueba me recuerda el tema de mi última columna; la del domingo pasado. La de hoy iba a ser sobre la “Sele”, pero la vida es a veces como el fútbol, trae sorpresas, tropiezos, oportunidades de revancha. Con la “Sele”, pero aún más con él, confío en el mejor de los triunfos: el de ponerse en pie.
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